Uno de los retos de nuestro departamento de Clásicas en los últimos años era el de conseguir realizar un viaje a Grecia.
Tras realizar muchos esfuerzos, salvar diferentes inconvenientes y llenarnos de muchísima ilusión, al fin lo hemos conseguido.
El 26 de febrero, desde muy temprano empezaron las carreras: unos terminando de hacer la maleta; otros, las últimas compras; los más tranquilos, leyendo; todos, entusiasmados.
Tras salir de Madrid, sobrevolamos Italia. En seguida, desde el aire, las primeras islas. Justo después, el Peloponeso y, finalmente, Atenas.
El primer día, visitamos Delfos y descubrimos que en griego se dice ‘Delfí’. Parece extraño que un santuario esté en la ladera de una montaña, el Parnaso, pero… fue lo que nos encontramos. El santuario de Delfos está consagrado a Apolo y fue ese gran recinto al que acudían griegos de todas las polis a que el dios, a través de la Pitia, les desvelase el futuro. El recinto está lleno de árboles y abundan, cómo no, los laureles, que recuerdan a Dafne, el primer gran amor de Apolo. Además, del templo al dios, un poco más arriba se encuentra un teatro y un estadio y a unos metros, el templo de Atenea Pronaia.
De ahí, el segundo día, partimos a Olimpia. Olimpia es una de las más conocidas ciudades de Grecia: la estatua de Zeus, hecha de oro y marfil por Fidias y una de las siete maravillas del mundo antiguo, y los Juegos Olímpicos, uno de los grandes eventos religiosos y deportivos de la Antigüedad. Tras ver la palestra, la zona de los jueces, el taller de Fidias y los distintos templos accedimos al estadio, donde se celebraron las primeras pruebas de carreras de la historia… de la historia de Grecia y de la nuestra propia.
Atravesamos el Peloponeso para llegar a Micenas a visitar la ciudad y la tumba de Agamenón, el rey de reyes, el que encabezó la expedición aquea para ir a saquear Troya y rescatar a su cuñada Helena.
Micenas tiene unas vistas espectaculares y, desde lo alto, se ve el mar y los enemigos que podrían venir a atacar. La entrada por la Puerta de los Leones y el grosor de su muralla nos deja ver que no estaban exentos de peligros, aunque los sistemas de defensa tuvieron que ser bastante difíciles de quebrantar.
La Tumba de Atreo tiene una bóveda de más de ocho metro y una acústica apta para curiosos.
De ahí, llegamos a Epidauro, donde destaca su magnífico teatro, en buen estado de conservación y con una acústica increíble. Tanto así que, aún hoy, se sigue utilizando en el Festival de Verano de Atenas.
Justo a la salida del Peloponeso, para dirigirnos al Ática, está Corinto, cuyo canal, que impresiona sólo con verlo, ya fue proyectado en el S. VI a.C. por Periandro de Corinto, aunque no se pudo materializar hasta el S. XIX.
Y por último, Atenas. El Museo de la Acrópolis es una muestra de lo que fue la vida política, social, económica y cultura de la Atenas clásica y la Acrópolis, de la que quedan en pie unos pocos edificios, el espacio más simbólico de todo el mundo griego.
Durante esos cinco días, entre largas rutas de autocar, madrugones, visitas, risas, competiciones y mañaneros “kalimeras”, fabricamos los recuerdos de dentro de unos años.
Y recordaremos el oráculo y los Juegos Olímpicos y la Puerta de los Leones y La Tumba de Atreo y la acústica de un teatro griego y los mármoles de los templos y las vistas desde las acrópolis, pero todo esto lo adornaremos con miles de momentos de risas y charlas, de carreras por las mañanas para salir a tiempo, de constantes subidas y bajadas del autocar, de miles de fotos, de selfies, de fotos a fotos, de fotos a selfies y de maravillarnos de lo que un día fue Grecia, de lo que nos ha dejado y de lo que aún nos debe aportar.
Para muestra, unas fotos.
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